Tras un vuelo incómodo, como sardinas en lata, una lata ruidosa y, según esta sardina, poco estable, llegamos a Barajas. Terminal 4. En lugar de la típica guagua "rara" que parece que no tiene principio ni fin, (un gusano sin cabeza), te lleva al edificio terminal un tren. Desde ese momento quedó claro quién volvía a casa y quién, como nosotros, aterrizaba en una capital: caras de lechuga mustia e inexpresiva unos, risitas nerviosas y excitadas otros. Ya fuera del tren, seguimos la señalización pero, sobre todo, seguimos a las lechugas más inexpresivas que parecían saber lo que hacían.
Cuarenta y siete minutos esperando por nuestras maletas, seguramente gracias al modernísimo sistema de distribución de equipajes con que se dotó a la nueva Terminal.
Parada de taxis algo caótica, con pasajeros que, constantemente, contradecían la lógica de los taxistas acerca de qué vehículo estaba el primero en la fila (unos u otros no vieron algún capítulo importante de Barrio Sésamo). Pulgón y yo nos subimos en el del primer taxista que nos miró a los ojos (quinto coche, segunda fila). Como nadie pareció protestar, emprendimos viaje, mientras el conductor nos contaba detalles acerca de la sordidez y peligrosidad "harlemiana" de la dirección a la que nos dirigíamos. Nos dejó en nuestro destino, con nuestras maletitas a los pies, y cara de Pardillos S.A.
A estas alturas de la noche, la una hora peninsular, el hambre puede más que el miedo, así que nos metimos un par de billetes en distintos bolsillos, el carnet de identidad entre los dientes, nos pusimos la cara de "cuidado conmigo, chaval" y nos fuimos a buscar sustento. Dos esquinas más allá estaba la Gran Vía, y ahí nos confundimos entre la multitud y volvimos a disfrazarnos de Paco Martínez Soria (con boina, con boina). ¡Qué animación! ¡Qué ambientazo!
Entramos a un café de aire cosmopolita y trasnochador. Dos hamburguesas, Coca-Cola y cerveza, y comimos felices. Nos volvmos a calar la boina hasta las cejas cuando nos trajeron la cuenta. 25 € (cuatromil pehetah). Claro, no es lo mismo comerte un bocadillo en una gran capital que en una islita de la costa africana. Dónde va a parar.
Hay qué ver cómo cansa vivir en la gran ciudad. Casi ni nos dimos las buenas noches, perdimos el conocimiento antes de apoyar la cabeza en la almohada. Eso sí, en la intimidad, nos quitamos la boina.